domingo, 1 de junio de 2008

La Sangre en la Encía

“Supongo que debo ver a uno
pero ya he sufrido bastante en mi vida”
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Si le preguntan a una gran muestra de la población que profesión y/o carrera tiene más afinidad con el demonio, seguramente la respuesta más popular será despreciar sin rigor ni misericordia a los abogados. Blasfemias. Sin duda, existe una constante cuota satánica en los abogados pero no creo que radique una maldad imperiosa en ellos, más bien se trata de una codicia desmedida y una despreocupación sobre todas las normas y las personas. Nada que merezca inquisición. Existe, crédulos lectores, otra profesión, que a mi entender, goza de mayor herejía. Un trabajo lleno de sufrimiento, afiliado constantemente a Belcebú. Un estudio que predica la tortura y esconde tras apócrifas intenciones sanitarias el goce sobre el mal ajeno. Existe tras las tinieblas, un oscuro arte que se vale de sádicas herramientas miniatura. Una práctica repulsiva y odiosa. Existen, señores, y por mucho que nos pese: los dentistas.
Los dentistas son una raza aparte de gente demasiado diabólica para estos pagos. Realmente se me es imposible dar con la idea del momento de su concepción, es decir del exacto momento cuando niños, o más grandes, decidieron que iban a estudiar odontología. “Mami, de verdad quiero vestirme de un celeste marica, pasar mi vida metiéndole la mano en la inmunda boca de los demás y disfrutar el dolor que les provoco” ¿Por qué no astronauta o paleontólogo? Tal vez se vieron atraídos por las pequeñas herramientas, tal vez solo querían parecerse a Batman, no se. En verdad no encuentro explicación a esa decisión. Sin dudas los proctólogos deben tener una psicótica razón muy fácil de desentrañar, pero los dentistas me llenan de dudas. ¿Serán acaso torturadores frustrados? ¿Serán tipos sedientos de venganza hacia la humanidad, que predican el dolor como revancha? ¿Serán drogadictos fanáticos que encontraron una forma de experimentar con anestesias? ¿O serán humanos como los demás? Esto me hace preguntar: ¿acaso podría existir un dentista “buen tipo”?
Sin dudas son muchos los interrogantes que me despierta esta profesión. O más bien debería decir “su mundo”. Porque es ya la sala de espera de un consultorio odontológico es un mundo aparte. De alguna manera existe una impaciencia en el aire, una sensación incómoda que se puede respirar. Todo esta perfectamente colocado para causar vacilación y terror. La secretaria sonriente, que por dentro piensa “como te va a doler”, los asientos incómodos, los infantes desquiciados, las revistas “Gente” de la época en que Susana no era mórbidamente obesa (tal vez si lo era) y lo peor de todo, el rechinar de la puerta y la convocatoria final. “Perez, pase, siéntese, rece y no respire”.
Y una vez adentro, lo peor. El momento más terrible, ese pequeño tramo. Me refiero al camino, ínfimo, entre la puerta del consultorio hasta el sillón. El sillón, suele ser impecable, tecnológico y muy cómodo. Una vez, acomodado, pero sumamente tenso, uno empieza a mirar a su alrededor, y de repente el sillón es asaltado con miles de tentáculos. La lámpara, el bebedor lateral, los adminículos colgando de estantes aledaños. Y debería hablar de cada uno de esas pequeñas herramientas, pero ya temo por mi alma con solo mencionarlas. Simplemente quiero resaltar dos. En primer lugar, odio ese pequeño soplador de aire. Es increíble con tan poco te pueden hacer doler, un vientito en el lugar apropiado y ya es suficiente para insultar por dentro ( y a veces a viva vos) a todos los familiares del dentista. Y el tipo/a mirando con cara de desprecio, como si él/ella no tendrían boca. También suele haber una suerte de insolente burla hacia el temor, claro, es fácil para ellos que están del otro lado. Del otro lado sosteniendo su sádico torno. No debería ni nombrarlo pero el torno es insoportable. Voy a tratar de no seguir caracterizándolo ya que los que sufrieron el dolor de un torno, no necesiten que les regurgite la herida. Voy a hacer un alto, en este instante del relato: ALTO.
Creo que en este instante del texto pudieron adivinar que prefiero recibir un violento puntapié en los testículos a cargo del Tanque Pavone antes que tener que ir al dentista, pero les voy a confesar algo. La semana pasada, en un día gris y con una mañana recién estrenada, tuve que irremediablemente ir al consultorio de un dentista. Sin embargo, lo más penoso es que al salir del consultorio, cuando el turno ya había mermado, me paré en la calle, toqué mis anestesiada boca y finalmente lo comprendí: no me había dolido nada. Prontamente recordé a mi amigo difunto, a Encías Sangrantes Murphy. “Supongo que debo ver a uno pero ya he sufrido bastante en mi vida”. En cambio yo estaba afuera, sin dolor y sin la ideología de esa frase que gobernaba tiempo atrás este espacio.
¿Qué me estaba pasando? No había más dolor, ni quejas. Tenía que reconocer esa odiosa estabilidad. Y lo más humillante que realmente no me molestaba la posición. Acaso era este el final, ¿podría decirse que halla ocurrido?
¿Podrá haber pasado que mezcle sentimientos de mi vida personal con el personaje escritor de este blog y pueda convencerme de que exista una felicidad que ni los dentistas pueden romper? ¿Acaso será este el fin de esta serie de eventos insultantes hacia la literatura? ¿O todo seguirá igual y esto no es más que otro truco poco ingenioso? Tal vez me dolió y no lo supe apreciar. Pero, aún así. ¿Cómo se explica esta sonrisa enorme?